sábado, 4 de junio de 2011

Mis ídolos.

No sé si le sucederá a todo el mundo, pero al menos en mi caso y creo que en el de alguno más que conozco medianamente bien (pues no se conoce a nadie del todo), sí sucede, que existen dos personas en nuestras vidas que para nosotros son las mismísimas representaciones de Dios en la Tierra. Nuestros ídolos. Nuestros puntos de referencia o al menos, aquellas personas a las que siempre se admira y se quiere, porque significan todo lo que uno aspira a ser en la vida o al menos, porque encarnan lo que desde pequeños respetamos y deseamos llegar a emular.

No es algo manifiesto. Es algo verdaderamente sutil y complejo. Es una emoción que se siente hacia quienes consiguen que nos mostremos orgullosos cuando rememoramos ante los demás cualquier hazaña cotidiana de su vida, normal e incluso, vulgar para otros, pero que ante nuestros ojos es la Palabra Revelada o un verdadero milagro. Nunca te lo planteas seriamente, pero te pasas la vida queriendo ser como crees que son esas personas y a veces, te descubres a ti mismo, copiándoles en algún gesto o en algunas palabras, e incluso, planeando que tu vida sea tan asombrosa como te parecen las suyas. Quieres seguir sus pasos y ni siquiera te das cuenta.

Suelen ser cercanos, personas que han estado ahí siempre, que no han cambiado nunca. Crees que jamás han dudado de nada, que jamás han sentido miedo, que no han sido capaces de llorar. Hasta que los ves, en los momentos más crudos, mostrando por primera vez que también son humanos, que duda y que se sienten asustados. Pero incluso entonces, agachas la cabeza, les haces una reverencia y te quitas el sombrero, porque darías tu brazo derecho por ser tan humano como ellos y mostrarlo de una forma que te parece tan elegante.

Es asombroso cómo calan en nosotros esas personas. Cómo nos convierten en lo que somos. Cómo luchamos por hacerles sentirse tan orgullosos de nosotros como nos sentimos nosotros de ellos, y cómo nos dejamos la piel y los huesos por evitar que se sientan decepcionados. En ocasiones, son el apoyo más seguro y el más inquebrantable que tenemos, tanto si nos lo expresan como si no, porque en nuestra mente se nos representa su imagen dándonos ánimos o felicitándonos cuando pensamos en la derrota o cuando soñamos con lograr lo que queremos que les haga sentirse felices por lo que hemos conseguido.

Nuestros ídolos son superhéroes que no vuelan, pero no les hace falta. Su poder consiste en hacernos volar a nosotros en nuestra vida, y si algo sobrehumano aportan a este mundo, es servirnos de ejemplo cuando nadie más es capaz de hacerlo. Porque incluso cuando te acercas de verdad a ellos, cuando los conoces en muchos de sus recovecos más personales y descubres que, después de todo, ellos también tienen imperfecciones, defectos y errores, para ti siguen siendo pequeñas faltas que jamás te decepcionan y que no puedes evitar perdonar.

¡Qué grandes son! Y qué forma tan maravillosa tienen de mostrarte todo lo increíble y, a la vez, dura que puede llegar a ser la vida, cuando los ojos de quienes la observan son capaces de ver con la emoción que ellos nos despiertan de manera tan única.

Es evidente que estoy hablando de vosotros, mis padres, y es muy difícil expresar cuánto os quiero, porque, a veces, cuando quieres a alguien mucho, mucho, mucho, intentas encontrar el modo de describir el tamaño de tus sentimientos, pero descubres que el amor no es algo tan fácil de medir.

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