domingo, 23 de noviembre de 2014

Una canción que no termina.

En las relaciones, como en la democracia, debería haber elecciones generales cada cuatro años. Mi programa electoral estará vacío de mentiras y repleto de risas, desnudo de intenciones y rebosante de deseos, que al fin y al cabo es lo que nos mueve.

Propongo mantener la soberanía en el amor y amistad que la fundó, una amistad profunda que forjó una coalición que ignora nuestros intereses y mira siempre a los ojos. Reformaremos si hace falta nuestra Carta Magna, que para mí, hacia ti... sea siempre Carta Blanca.

Respetaré sin condiciones ni negociación tu "estado de las autonomías", tu idiosincrasia y tu idioma tantas veces fabricado de silencios y de gestos a escondidas. Protegeremos las dudas y las indecisiones. Animaremos en los momentos de flaqueza y disfrutaremos hasta dolernos en los tiempos de alegría.

Seguiremos construyendo juntas un lugar donde llegar, donde volver, donde esconderse o donde llorar. Un lugar que nos recoja de vez cuando estemos hechas pedazos después de dejarnos la piel en una de tantas batallas de esas perdidas que emprendemos a diario. 

En cuatro años de balance, en cuatro años felicitándote,.. se me ocurren miles de razones para renovar este pacto de gobierno. Hoy se celebran nuestras elecciones generales y yo, de nuevo, te elijo a ti, por MAYORÍA ABSOLUTA.

¡¡¡MUCHÍSIMAS FELICIDADES!!!

En la vida pasan muchas cosas y no es casualidad que las más bonitas me pasen a tu lado. 


viernes, 7 de noviembre de 2014

Make a difference.

- I suppose the important thing is to make some sort of difference. You know, actually change something.
+ What, like "change the world", you mean?
- Not the whole entire world. Just the little bit around you.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Soy maestra.

Ayer, alguien me dijo: "¿Todavía estás de vacaciones? ¡Tú nunca trabajas!". En tu imaginario, quizás tengo las mejillas rosas y los ojos bien abiertos, salto de alumno en alumno para explicarles con canciones las reglas más difíciles y luego me quedo dormida con un sueño profundo y dichoso, orgullosa del trabajo realizado y satisfecha con todas mis aficiones: cocina, guitarra, pintura y grabado en relieve. Te informo, querido alguien, de que mis diez últimas semanas trabajadas de 50 horas cada una, sola frente al ordenador, frente a los alumnos o a mis cuadernos, no me han dejado energía ni para poner la lavadora. Estoy hecha una mierda, tengo ojeras y estoy cerca de sufrir coma por agotamiento. Y, mientras tanto, mis alumnos siguen saltando por ahí sin descanso.

Ayer, alguien me dijo: "Qué suerte tienes, a las 4 ya has terminado tu jornada". En tu imaginario, puede que tenga un ejército de pequeños elfos que por la tarde van al colegio a imprimir los ejercicios y a corregir las copias, lo que me permite merendar galletas de chocolate mojadas en leche tranquilita en el sofá. Te informo, querido alguien, de que para mí, a las 4 comienza en realidad lo más duro de la jornada. Varias horas de trabajo fastidiosas, con los ojos entornados sobre las líneas azules de los cuadernos para no dejarme ni una sola falta de ortografía, lo que daría lugar a la reacción inmediata de un padre descontento por la ineptitud de la profesora. Y, mientras tanto, mis alumnos siguen pegando sus hojas del revés y escribiendo octubre sin r. 

Ayer, alguien me dijo: "Bueno, sumar llevando tampoco es tan complicado". En tu imaginario, la tarea más ardua de mi trabajo quizás consiste en dividir con dos cifras. Claro, yo en quinto dejé el colegio, porque no necesita más para ser maestra de infantil. Pues que sepas, querido alguien, que la pedagogía es una ciencia compleja, y que cada actividad simplista propuesta a mis alumnos es, de hecho, el fruto de una reflexión intensa que hace que mi cerebro eche chispas. Hay que pensar en actividades progresivas, repartirlas en la semana, el período, el año, el ciclo... pero, bueno, te pierdo, me falta pedagogía. Y, mientras tantos, los alumnos siguen olvidándose del castigo.

Ayer, alguien me dijo: "Yo también cuido a mis sobrina pequeña los miércoles". En tu imaginario, puede que yo me dedique a la guardería. Hacemos pinturas libres con los dedos, jugamos al 1, 2, 3, pollito inglés y nos lavamos los dientes antes de la siesta. Que sepas, querido alguien, que yo no me dedico a cuidar a tu sobrina pequeña. Yo enseño, repito, educo, cuido, escucho, dialogo y aprendo. Hago de profesora, enfermera, psicóloga, policía, asistenta social, mediadora, pero no de niñera. Y, mientras tanto, mis alumnos siguen trabajando, equivocándose y aprendiendo.

Ayer, alguien me dijo: "Yo también debería haber sido profesor". En tu imaginario, ser maestro quizás signifique tener un montón de vacaciones, acabar el trabajo a las 4, enseñar nociones elementales y pasar el tiempo entre recreos, plástica y gimnasia. Te informo, querido alguien, de que las oposiciones están abiertas a todo el mundo y que aceptamos mejor a los nuevos compañeros que los comentarios exasperantes. Que sepas que firmarás para toda la vida con una sonrisa forzada. Pero como a nosotros nos gusta nuestro trabajo, estamos dispuestos a oír cualquier cosa... 

martes, 21 de octubre de 2014

No puedes detener aquello que ya está contigo.

¿Cuántas veces hemos escuchado la frase esa de "¡Pero cuánto daño han hecho las películas!"? Me refiero a escenas del cine que se han convertido en todo un clásico. Hablo de Julia Roberts cayendo en brazos de Richard Gere, quien llega para recogerla con una limusina, unas flores y un paraguas simulando una espada al grito  "¡Baje, Princesa Vivian!". Hablo de  Meg Ryan y Tom Hanks encontrándose en lo alto del Empire State (y volvieron a hacerlo mandándose e-mails) o de Paul Newman y  Katherine Ross montando en bicicleta al rimto del mítico "Raindrops keep falling on my head". 

Hablar de cine es hablar de Audrey Hepburn o la famosa Holly huyendo de la policía de la mano de George Peppard por la Quinta Avenida. Gregory Peck y su "desconfiada esposa". Ali McGraw y Ryan O'Neal en su Love Story. La psiquiatra Barbra Streisand coqueteando con El príncipe de las mareas. Leonardo Dicaprio salvando la vida de una joven rica tras el hundimiento del trasatlántico más grande del mundo. Meryl Streep y  Robert Redford viviendo una historia de amor en África. Brad Pitt seduciendo a una joven médico en una cafetería. Un vecino de Notting Hill enamorándose de una actriz de Hollywood.  Bridget y su diario.

Seguramente os habrá venido a la cabeza alguna que he olvidado mencionar. Sí, esas que vemos a escondidas (o en la mejor compañía) con un clínex siempre cerca para echar alguna que otra lagrimilla. Decir que su existencia nos ha hecho daño es una de las frases más absurdas que he oído, y estoy harta de leerlo en las revistas o en boca de alguna amiga. Estas historias SÍ existen, pero más que de historias en sí hablo de momentos... de "escenas" en que a ella le tiemblan las rodillas con voz en-tre-cor-ta-da y él muestra su lado desconocido por el resto del mundo.

Así que esta frase no es más que una fachada que algunos utilizan para refugiarse en lo simple. Quizá todo se reduzca a que nunca les temblaron las rodillas con fulanito ni con menganita... y no es algo que ocurra todos los días. Así que, espero que cuando llegue ese momento seas capaz de reconocer tu propia escena y no dejarla escapar; que tengas el coraje de darle al pause y alargarlo para siempre. Lo reconocerás porque al principio te sentirás sumamente ridículo/a, tan ridículo/a que tu cerebro solamente será capaz de decir chorradas del tipo "surrealista pero bonito" (tranqui, ya le pasó a Hugh Grant y no acabó tan mal la cosa). Después vendrán las carcajadas constantes, no pararás de reírte y te sentirás a gusto, muy a gusto. Y es que, al final y al cabo, sin estas escenas nuestro cine, o mejor dicho, nuestra vida, se reduce a poco.

sábado, 11 de octubre de 2014

Algo de luz a este desconcierto.

Estamos perdiendo la costumbre de subir por las escaleras. De regalar libros. De firmarlos. De comer manzanas a bocados y pipas en los bancos. De escuchar la radio. De los politonos. De cantar bajo la ducha un lunes. De perdonar. De leer tebeos. De los toques para ligar. De escribir la carta a los Reyes. De hacernos fotos para un mural de corcho. De mandar postales. De apagar el móvil por la noche. De usar la licuadora. De reír a solas. De reírnos de nosotros. De reírnos del mundo.

Perdiendo la costumbre de medirnos sólo por aquellos que se miden por nosotros. De ser lo que éramos. De no importarnos la opinión de los demás. De viajar sin rumbo. De no tener miedo.  De leer miradas, labios y besos. De ser contemplativos. De recordar. De cerrar los ojos. De estar a solas. De compartir una puesta de sol. De querernos más que nadie. De decir lo que sentimos. De disfrutar un café. De admirar a nuestros mayores. De ser más personas.

Perdiendo la costumbre de ser héroes de nuestros amigos. De quererlos como hermanos. De discutir con ellos a la cara. De meternos el orgullo por donde siempre cabe. De dejarnos la mochila en casa. De olvidar. De poner punto y final. De reconciliarnos a cervezas y vinos. De volver a casa sólo con ellos. De saber que son la familia que elegimos. De eso de "o todos, o ninguno". De eso de "todos para uno, y uno para todos".

De jugárnosla. De regalar flores. De invitar al cine. De comer con vino. De escribir de puño y letra. De mandar cartas. De los sellos de correos. De visitar buzones amarillos. De la sobremesa. De llamar a los fijos. De picar un timbre. De esperar en un rellano. De besar en los portales. De querer sin recelos. De subir a una azotea. De saborear unos labios. De recorrer un cuerpo con la mirada. De acariciar una espalda con un solo dedo. De besarnos con una caricia. De desnudarnos sin quitarnos la ropa. De despedirnos en la parte de atrás del coche.

Estamos perdiendo la costumbre de vivir la realidad. De salir a la calle sin móvil. De escuchar música. De los abrazos de verdad. De los achuchones. De las risas. De las carcajadas a la cara. De sentir. De dejarnos llevar. De no planear, de no medir, de no buscar excusas. De dar las gracias. De decir lo siento y te quiero. De hacer el amor. De no perder el tiempo. De saber que la vida son tres días y que no estamos para perder las malas costumbres.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Qué mal nos queremos.

Qué mal nos queremos. Qué mal andamos de cariño del bueno. Qué poco nos paramos a darnos lo nuestro. Y ya no digamos lo de los demás. Qué pronto se acabó lo que se nos daba, si es que se nos dio. En este déficit emocional globalizado y transnacional no existen ya ni clases medias ni clases altas, aquí todos somos mileuristas de un amor hipotecado, aquí todo el mundo es un sin techo de amor del que duele cuando sana, amor del de verdad.

Y todo por querernos mucho, muchísimo, sí, pero mal, con lo cual acaba siendo peor el remedio que la enfermedad. Porque cuando algo es malo y sin embargo escaso, no hay que preocuparse demasiado, es mucho más fácil de evitar, y ya no digamos de erradicar. Pero si encima te lo profesan en cantidades industriales, si hablamos de una pandemia a nivel mundial, inténtate tú escapar.  Es imposible. Y así nos va.

Qué mal nos queremos. De verdad. Existen quereres de los que damos por descontados. Su único gran defecto es que siempre estuvieron ahí, sin pedir nada a cambio, sin hacer demasiado ruido y tampoco hubo que hacer mucho para currárselos.  Es el querer de una madre, sí, pero también cualquier amor que llegue demasiado pronto, demasiado fácil, demasiado incondicional, ése que cuando te vienes a dar cuenta de que lo tenías, te giras y ya no está. Y es entonces cuando empiezas a echarlo de menos. Cuando ya es tarde. Cuando ya no se le puede corresponder... ni apartar.

Y es que no sé si lo ves, pero mal, nos queremos un rato. Mira el amor propio, el amor a uno mismo. Ése que alguno confunde con soberbia o prepotencia y a otros les da vergüenza manifestar. La gente aquí no tiene punto medio: o se pasa de frenada o en su vida no lo llega ni a probar. Esta último es la humildad mal entendida, la que te divide día a día como individuo y te apaga como una vela en medio de esta tempestad a la que llamamos rutina. Lo necesario que es pasar más tiempo con uno mismo, para poder pasarlo con los demás. Lo difícil es encontrarle el punto, apretarle a la vida, exigirle siempre un poquito más. Conocer los propios límites y ponerlos cada día a prueba, y comprobar que cuando tú te acercas, siempre se acojonan y acaban refugiándose un poco más allá.

Y así no es de extrañar que haya gente que se quiera tan flojo. Nos enamoramos y hacemos ver que nos da igual. Vayamos poquito a poco, no te vaya a soltar un te quiero demasiado pronto, no nos vayamos a precipitar. Como si esto que te sale del corazón fuese agua del grifo. Ahora lo caliento, ahora lo enfrío. Ahora le doy a chorro. Ahora gotita a gotita y no más. Y el día menos pensado se te olvida quitar la llave de paso y te encuentras flotando empapado en medio de tu propia soledad. Uno no elige cuándo ni de quién se enamora, como tampoco se puede elegir la velocidad. Falacias que nos contamos a nosotros mismo, tratando de convencer a un amigo que ya hace tiempo que ni nos cree, ni nos ha dejado de escuchar.

Dentro de este ramillete improvisado de amores novicios, no podíamos olvidar los que encuentran placer simplemente en hacerse daño. Los yonkis de la intensidad. Es difícil llegar a admitirlo, pero algunos lo consiguen. Y entonces qué. Porque destruirse es como acariciarse: por muy bueno que seas contigo mismo, siempre hay alguien que lo hará mucho mejor por ti. Aunque sea porque llega adonde tú no llegarías jamás. 

Qué mal nos queremos cuando quererse es atraparse, meterse en una urna y verse marchitar. Entramos en el mundo de los reproches, de las libertades fingidas, del tú verás, del te quiero tal como te imagino.

Y para terminar, para que nadie se sienta excluido, aplaudamos la inmensa horda de amores pantalla. Los que lo son de cara a la galería, porque a nadie se le ocurre nunca profundizar. La cantidad de parejas que cenan siempre en silencio.  Parejas que si se cuentan el día, lo hacen como quien repasa sin hambre la carta. Parejas que han olvidado que el hecho de hablar no tiene nada que ver con el acto de comunicarse. Para lo primero basta con mover la boca y emitir fonemas. Para lo segundo, además, hay que mover el corazón. Propio y ajeno.

Y hablando de ajenos. 

Por muy mal que nos queramos todos, jamás olvides que siempre estarán peor los demás.