viernes, 23 de mayo de 2014

El mundo es tan grande que... ¿cómo vas renunciar a seguir descubriéndolo?

Hoy miro hacia atrás y sé que apretujar nuestra vida en una maleta y mudarnos a otro país es una de las mejores decisiones que he tomado jamás. Porque cuando te marchas, cuando conviertes tu vida en viaje e incertidumbre, creces.

Te enfrentas a nuevos retos, descubres en ti facetas que desconocías, te sorprendes y te dejas sorprender por el mundo. Aprendes y amplías tus perspectivas. Desaprendes y, a base de algún golpe y unas cuantas lecciones, creces en humildad. Evolucionas. Añoras... y creas recuerdos que ya no te abandonarán. Si alguna vez. Cuando vives en otro país hay una serie de cosas que cambian para siempre.

1. La adrenalina no te abandona.
Desde el momento en el que decides marcharte, tu vida se convierte en un vaivén de emociones, de lo inesperado, de aprendizaje e improvisación. Los sentidos nunca duermen, y durante un tiempo destierras la palabra rutina de tu vocabulario para dejar paso a la adrenalina. Nuevos lugares, nuevas costumbres, nuevos retos, nuevas personas... La sensación de comenzar de cero debería asustarte, pero resulta adictiva.

2. Pero, a la vuelta... todo sigue igual.
Así que, cuando vuelves unos días al hogar, te sorprende que todo siga igual. Tu vida ha cambiado a un ritmo frenético, y llegas cargado de vivencias y con unos días de vacaciones por delante. Pero en casa todo transcurre a su ritmo habitual. Los demás siguen haciendo malabarismos con las obligaciones cotidianas, y comprendes... que la vida no se detiene para ti.

3.  Te faltan, y te sobran, las palabras.
Cuando te preguntan cómo va todo, te cuesta encontrar palabras adecuadas. Luego, sin embargo, tienes que morderte la lengua por a mitad de cada conversación te acuerdas de mil y una anécdotas y no quieres parecer pretenciosa o agobiar a los demás con las batallitas de "tu otro país".

4. Comprendes que la valentía está sobrevalorada.
Muchas personas te dirán que eres valiente, que también querrían marcharse, pero no se atreven. Y tú, aunque también tuviste miedo, sabes mejor que nunca que la valentía constituye, quizás, un 10% de las grandes decisiones. El 90% restantes son las ganas. ¿Te apetece? Hazlo. Cuando damos el salto, ya no hay valientes ni cobardes: pase lo que pase, te enfrentas a ello.

5. Y, de repente, eres más libre.
Es probable que seas tan libre como antes, pero la sensación de libertad, ahora, es distinta. Si has escapado de la comodidad y has logrado que todo funcione a cientos de kilómetros de tu hogar, sientes que puedes hacer cualquier cosa.

6. Dejas de hablar un idioma en concreto.
Unas veces se te escapa una palabra en otro idioma, otras solo se te ocurre una manera de describir algo con aquella expresión perfecta que no está en el idioma adecuado. Cuando convives con una lengua extranjera, aprendes y desaprendes a la vez. Mientras interiorizas referentes culturales e insultos en tu segunda lengua, te sorprendes esforzándote en leer en tu lengua materna para que no se oxide. 

7. Aprendes a despedirte... y a disfrutar.
Pronto te das cuenta de que, ahora, muchas cosas y personas son de paso, y el valor de la mayoría de situaciones se relativiza. Perfeccionas el equilibrio entre crear lazos y saber desprenderte de objetos y recuerdos: una lucha perpetua entre nostalgia y pragmatismo.

8. Vives con dos de todo.
Con dos tarjetas SIM (una de ellas repleta de teléfonos de todos los rincones del mundo), con dos carnés de la biblioteca, con dos cuentas bancarias, con dos tipos de moneda que siempre, no sabes cómo, acaban mezclándose cuando vas a pagar algo.

9. ¿Normal? ¿Qué es normal?
Vivir en otro país, como viajar, te enseña que "normal" significa social o culturalmente aceptado. Así que, cuando te sumerges en otra cultura y en otra sociedad, tu concepto de normalidad se resquebraja. Aprendes que hay otras formas de hacer las cosas y, al cabo de un tiempo, tú también adoptas aquella costumbre antes impensable. También te conoces mejor a ti mismo, porque descubres cuáles son las cosas en las que de verdad crees y cuáles, en cambio, son aprendidas.

10. Te conviertes en un turista en tu propia ciudad.
Aquella atracción turística que tal vez no hubieras visitado en tu país se suma a la lista de lugares que ver en tu nuevo hogar, y pronto te conviertes en un experto en la ciudad. Pero, cuando alguien viene de visita unos días y te pide recomendación, te cuesta escoger unas pocas actividades: si fuera por ti, ¡les recomendarías visitarlo todo!

11. Aprendes a ser paciente y a pedir ayuda.
En otro país, la tarea más sencilla puede convertirse en un reto.  Tramitar papeles, encontrar la palabra adecuada, saber qué autobús tomar... Siempre hay momentos de desesperación, pero pronto te armas con más paciencia de la que nunca tuviste, y aceptas que pedir ayuda (en el autobús, en la calle, a tus conocidos) no solo es inevitable, sino muy sano.

12. El tiempo se mide en pequeños momentos.
Como si mirases desde la ventanilla de un coche en marcha, a lo lejos el tiempo parece transcurrir muy lento, mientras que de cerca los detalles pasan a velocidad de vértigo. Desde la distancia, te llegan noticias de cómo sigue la vida en casa: cumpleaños, personas que se van, fechas señaladas que te perderás... En cambio, en tu nuevo hogar, el día a día va muy deprisa.El concepto de tiempo se deforma tanto que aprendes a medirlo en pequeños momentos, ya sea en un Skype con los de siempre o en una cerveza con los nuevos.

13. La nostalgia te invade en el momento más inesperado.
Un alimento, una canción, un olor... Cualquier pequeñez basta para que, de repente, te inunde la añoranza. Echas de menos detalles que nunca imaginaste y darías lo que fuera para poder transportarte, un instante, a aquel lugar. O para poder compartir la sensación con alguien que te entienda...

14.  Pero sabes que no es dónde, sino cuándo y cómo.
Aunque, en el fondo, sabes que no echas de menos un sitio, sino una extraña y mágica conjugación del lugar, el momento y las personas adecuadas. Aquel año en el que viajaste, compartiste tu vida con personas especiales, fuiste tan feliz. En cada lugar donde has vivido queda un pedacito de quien fuiste, pero a veces no basta con regresar a una ciudad para dejar de echarla de menos.

15. Cambias.
Leerás a menudo que hay viajes que cambian la vida. Y, a pesar de los clichés, vivir en otro país es un viaje que te cambiará profundamente. Sacudirá tus raíces, tus certezas y tus miedos. Quizás no lo creas antes, o no te des cuenta durante. Pero algún día, lo verás con una claridad pasmosa. Has evolucionado, tienes cicatrices, has vivido. Has cambiado.

16. El hogar cabe en una maleta.
Desde el momento en el que tu vida cabe en una maleta (o, si tienes suerte con tu aerolínea, en dos), lo que entendías por hogar deja de existir. Casi todo lo que puedes tocar con las manos es reemplazable; viajes donde viajes, acumularás nueva ropa, nuevos libros, nuevas tazas. Pero llegará el día en el que, en tu nueva ciudad, te invada la sensación de estar en casa. El hogar es quien te acompaña, quien dejas atrás, son las calles donde transcurre tu vida. El hogar también son los objetos al azar que pueblan tu nuevo piso, aquellos de los que te desprenderás sin remordimiento cuando llegue el momento de marcharte. El hogar son los recuerdos, las conversaciones en la distancia con la familia y amigos, un puñado de fotografías. Home is where the heart is.

17. Y... no hay vuelta atrás.
Ahora ya sabes lo que significa renunciar a la comodidad, comenzar desde el principio y maravillarte todos los días.  Y el mundo es tan grande que... ¿cómo vas a renunciar a seguir descubriéndolo?

domingo, 4 de mayo de 2014

¡Feliz Día de la Madre, mamá!

Están por todas partes. Se disfrazan de ejecutivas, abogadas, maestras, camareras, peluqueras... Pero no tienen forma de ocultarlo; se las nota que son madres aunque no lo digan. Viven entre el resto de los mortales, como si nadie se diese cuenta de que son la madre que nos parió a todos. Así, casi nada.

Puede que las reconozcan por su dulzura. Son tan dulces que nos aguantan mucho antes de nacer sin esperar a cambio más que problemas, travesuras, chiquilladas, disgustos y una pubertad insoportable llena de dolores de cabeza. Y con una insensatez descarada que no hay quien entienda, aseguran además que no se arrepienten, que ser madres es lo más maravilloso del mundo. Que están para encerrarlas, vaya.

Son las reinas de los consejos. Sí, son a quien recurres en esas situaciones que te desbordan. Las personas a quienes pides consejo para luego hacer lo que te da la real gana, que por lo general suele ser todo lo contrario a lo que te han dicho. Para tu desgracia, siempre tendrán razón. Lo siento, no podrás librarte. Esto es así. Pero puedes estar tranquilo, nunca dirán "te lo dije" regocijándose de su inminente victoria. Siempre tendrán otro consejo mejor que volverás a no hacer ni puñetero caso. Siempre tendrán un consuelo para tus fracasos aunque te olvides siempre de agradecerle estar ahí en todos tus éxitos.

Y da igual cómo te pongas, todo lo estúpido que seas, todas las salidas de tono que tengas. Ellas estarán ahí, esperando a que les hagas falta. Por muchos "ahora no, luego", los "no seas plasta mamá" o los "hoy no puedo, que he quedado". Por muchas mentiras, y otras tantas verdades a medias. Por muchas noches que llegues tarde, por muchas llamadas que se te olvidó hacer... Estarán ahí, esperando su oportunidad para demostrarte que nunca te faltará de nada, como si estuviesen en deuda con nosotros. Ellas, que nos dieron nada menos que la vida. Aunque sea para llevarte la cena o plancharte esa camisa que eres incapaz de planchar.

Madre mía. La de veces que habré conseguido desquiciarte y la de veces que me has perdonado antes incluso de enfadarte. La de cosas que me has enseñado sin enseñarme. La de broncas a primera hora por no tomar el desayuno. La de tragedias que convertías en comedias con una sonrisa en la boca. La de veces que has estado ahí, escribiendo caricias en mis miedos y la de veces que te habré fallado. Ojalá cupiesen en los dedos de mi mano.

Madre! La de promesas que no he cumplido nunca y lo que me gustaría prometerte que nunca más daré problemas, que a partir de hoy llamaré todos los días... Pero la única promesa que puedo hacerte es que volveré a cagarla. Ya lo sabes. Y la única certeza que tengo es que por muchas veces que meta la pata, por muchos días que se me olvide llamarte, por muchos otros días en los que no te haga ni caso... Siempre estarás ahí, disponible para escribir caricias en mis miedos. 

Así que aunque hoy sea demasiado tarde, y sea también demasiado pronto, GRACIAS. Por todo lo que hemos vivido, por todo lo que nos queda pendiente.  Por cuidarme siempre aunque no siempre lo merezca.

¡FELIZ DÍA DE LA MADRE, MAMÁ!