miércoles, 17 de abril de 2013

El oficio del maestro es aprender.

Veo a los más pequeños jugar, preguntar, mirar, aprender. Los veo imitarse, hasta que se atreven a ser como son, hasta que se deciden a mostrar que son distintos, hasta que se convencen de que son valiosos en su particularidad única. Los veo descubrir la vida poquito a poco, investigando cada gesto, cada interrogante, cada deseo. Los veo entrenarse en reconocer lo que sienten e ir aceptando lo que sienten los demás. Los veo, en fin, empezar a recorrer su propio camino. Y me gusta el espectáculo.

Me veo a mí misma preparando materiales, programando, discutiendo, observando con mis compañeros del momento... Me veo haciendo informes, calibrando cómo encarar una entrevista para lograr entenderme con los padres, preocupándome de por qué un niño juega solo, por qué otro apenas habla, por qué otro se pasa el día pegando y molestando a los demás.... Me veo pringada de pintura, de pastel y de risas. Me veo leyéndoles poesías, bailando con ellos, haciendo teatro... Alentando sus valiosas discusiones, como aquella de si era bueno o malo ser presumidos, o la de si se tiene que jugar con quien tú no quieres o te puedes separar...

Me veo también, en los tiempos nublos, con mis resistentes dificultades para aceptar no ser tan querida, tan imprescindible, tan escuchadora como quisiera... Me veo cabezota, llena de prisas, poniendo excusas para no tener que asumir mi propia ignorancia... Me veo rehuyendo el papel (necesario) de controladora, de señaladora de límites, de frustradora de deseos, de detectora de problemas...

Me veo, en fin, afectada de tantos afectos que discurren a mi alcance que no puede por menos que reafirmarme en mi deseo de seguir en esta profesión llena de encuentros, de asombros y de curiosidades jugadas en comandita. 

El piso de abajo de la escuela.