viernes, 21 de septiembre de 2012

Nuestras huellas dactilares no se borran de las vidas que tocamos.

Qué maravilloso sería que nunca nos fuésemos del todo. Ni para siempre. Que fuese cierto que nos quedamos vagando al lado de los nuestros, cuidando de ellos, viéndolos ser feliz y escuchándolos cuando al estar tristes o asfixiados por el IVA, levanten la cabeza para pedirnos ayuda.

Lo cierto es que nos quedamos. Vivimos a través de quienes se cruzaron en nuestro camino. Sorprende ver cómo los demás nos marcan tanto. Imprimen su huella en nosotros. Nos moldean. Nos convierten en lo que somos. Pocas experiencias nos marcan sin que en ellas esté presente la intervención de otra persona. Y más aún, la rutina de compartir la vida nos asemeja al resto. Nos convierte en seres de la misma condición.

Es posible que en nuestros gestos reconozcamos los de los demás. En la forma de andar, de gesticular, de expresarnos, de blasfemar, de opinar y de sentir. Nuestro rostro, nuestro físico pueden ser el mejor alago hacia la imagen de nuestros padres o de nuestros abuelos o de quien hayamos heredado esa nariz, esos ojos, ese pelo.

Nos quedamos con su sentido del humor. Con su forma de enfrentarse a la vida. Puede que lo llevemos en los genes, pero hay otras herencias que no se transmiten por la sangre. Amigos que llevan tanto tiempo contigo que acaban contagiándote señales que llevarás por tu vida dando testimonio de que los has conocido.

Sí, pasamos dejando huella en todos. Aunque no siempre dejamos la firma. Aquellos que se aprovechen de nosotros nos habrán convertido en la persona desconfiada que antes dudará de los demás que confiará en ellos. No recordaremos sus nombres. No les veremos junto a nosotros cuando pensemos en lo que hemos vivido. Pero nos habrán marcado y su sello continuará en este mundo con nosotros. Por contra, quienes nos enseñaron a abrirnos a los demás y a tener confianza en otros, mostrándonos que se puede creer en la buena fe de ciertas personas, por anónimos que sean, pervivirán en nuestra forma de enfrentarnos a lo que nos toca. 

Vivimos rodeados de fantasmas. Nosotros los invocamos al revivir aquellos que nos legaron en la vida, al compartir la suya con nosotros. Podremos ser polvo, desvanecernos y no quedar ni como ectoplasma, pero estaremos por este mundo mucho después de habernos ido y en la forma que hayamos escogido compartir con los demás. 

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